III. ¿A dónde va
el pecador arrepentido y sincero en su fe en Cristo?
Para
el pecador arrepentido y convertido a Cristo, el panorama será completamente
diferente porque cuando una persona muere en la gracia de Cristo, es decir,
cuando aceptó y reconoció de corazón a Jesucristo como Señor y Salvador (Rom.
10:9), su alma se va a un lugar de reposo a la espera de la resurrección de los
justos cuando venga Jesucristo (1 Ts. 4:16); el creyente muere en la carne,
pero su alma se aparta de su cuerpo y se va a vivir con el Señor en el cielo,
totalmente consciente y en un estado de perfecta paz. Esta verdad se puede
comprobar en las Escrituras:
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Aunque el creyente fiel tiene que morir físicamente (como todo ser humano),
mientras él permanezca en Cristo, ya no hay muerte espiritual (la separación de
Dios) ni muerte eterna (la condenación) porque en Cristo ha recibido la vida
eterna, habiendo pasado, por la fe, de la muerte del pecado a la vida de la
justicia de Cristo (Jn. 5:24). Jesús dijo: “Yo
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y
todo aquel que vive y cree en mí no morirá eternamente” (Jn. 11:25, 26). “De cierto, de cierto os digo, que el que
guarda mi palabra, nunca verá muerte” (Jn. 8:51). “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy
vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Jn.
10:27, 28). Esto significa que aunque un creyente muera según la carne,
continuará viviendo en la gloria de Cristo en el tercer cielo, donde está el
Señor. Es más, Jesús dijo: “donde yo
estuviere, allí también estará mi servidor” (Jn. 12:26).
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Recordemos que desde el mismo instante de su muerte, Lázaro fue llevado por los
ángeles al seno de Abraham que era un lugar de reposo para los muertos del A.T.
(Lc. 16:22, 25). En este sentido, es bíblico y razonable pensar que Dios envíe
sus ángeles santos a reclamar el alma de aquel que ha tenido el valor de creer
en Jesús y seguir su palabra.
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La Biblia muestra que el cielo es un lugar real; Jesús dijo: “No se turbe vuestro corazón; creéis en
Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no
fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si
me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para
que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Jn. 14:1-3).
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Pablo dijo: “Porque para mí el vivir es
Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí en
beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de ambas cosas estoy
puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es
muchísimo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa de
vosotros” (Fil. 1:21-24). “Porque
sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere,
tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos.
Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra
habitación celestial; pues así seremos hallados vestidos, y no desnudos. Porque
asimismo los que estamos en este tabernáculo gemimos con angustia; porque no
quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido
por la vida. Mas el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las
arras del Espíritu. Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre
tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe
andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del
cuerpo, y presentes al Señor. Por tanto procuramos también, o ausentes o
presentes, serle agradables” (2 Cor. 5:1-9). Para el creyente fiel, la
muerte física es ganancia porque le permite estar con Cristo, lo cual es
muchísimo mejor que esta vida terrenal; con esta esperanza, el creyente fiel
procura agradar al Señor siempre y aborrece el pecado porque Cristo mora en su
vida y es el centro de su existencia. Así que nosotros los creyentes tenemos
una casa eterna en el cielo que no fue hecha por la mano del hombre, sino por
Dios mismo. En esta casa van a habitar los que mueren con Cristo (viviendo en una
fe genuina), desde el primer día de su partida.
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Pablo lo sigue confirmando: “Así que
vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo,
estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos,
y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Cor.
5:6-8).
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Pablo sigue ratificando esta realidad espiritual: “Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de
partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedar en la carne
es más necesario por causa de vosotros” (Fil. 1:23, 24).
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Por otra parte, Pedro dijo: “sabiendo que
en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha
declarado. También yo procuraré con diligencia que después de mi partida
vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas” (2 Ped. 1:14,
15). El apóstol Pedro sabía que pronto moriría, y él iría a vivir en el cielo
con el Señor, y hablaba de su muerte como una partida de su cuerpo porque él
aseguró que no tardaría en abandonar su cuerpo. Ahora bien, si la muerte se
llama PARTIDA significa que hay algo en el cuerpo que sale del mismo cuando
muere; de lo contrario, no tendría sentido llamarla partida. Este algo es el
alma que está en el hombre; y no solo eso, sino que, si el alma se va, tiene
que existir también un lugar a dónde ir, porque de lo contrario no tendría
sentido hablar de partida, y sabemos que este lugar es el paraíso, en el tercer
cielo; éste es el mismo lugar a donde Pablo fue arrebatado y donde “oyó palabras inefables que no le es dado al
hombre expresar”; sin embargo, él no pudo decir si esto fue en el cuerpo o
fuera del cuerpo (2 Cor. 12:4). Palabras inefables significa que son palabras
que no se pueden explicar o describir.
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El mismo Juan, en la revelación de Dios que tuvo en la isla de Patmos vio,
entre otras cosas, las almas de los creyentes que habían sido muertos en la
tierra en el tiempo de la Gran Tribulación por causa de su fe en Cristo. Él
dijo: “Cuando abrió el quinto sello, vi
bajo el altar las almas de los que habían sido muertos por causa de la palabra
de Dios y por el testimonio que tenían. Y clamaban a gran voz, diciendo: ¿Hasta
cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que
moran en la tierra? Y se les dieron vestiduras blancas, y se les dijo que
descansasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus
consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos” (Ap.
6:9-11). Leyendo estas palabras de Juan entendemos claramente que los que
mueren en Cristo van al cielo, y allí tienen plena conciencia, memoria y
capacidad para hablar con Dios y estar con él. Recordemos que Jesús dijo: “Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas
el alma no pueden matar” (Mt. 10:28); las almas que vio Juan eran de los
que habían sido muertos por causa del nombre de Cristo. En verdad, ni siquiera
la muerte puede separar a los discípulos de Cristo del amor de su Señor y
Salvador.