miércoles, 4 de noviembre de 2015

La muerte y la vida eterna Parte II


- MUERTE ESPIRITUAL

Ya vimos que la muerte física implica la separación de la parte material y la parte espiritual, pero también la Biblia enseña claramente que existe una muerte espiritual donde el hombre experimenta una separación con Dios por causa de su pecado mientras vive sobre la tierra.
  
Después que Adán y Eva pecaron contra Dios, él expresó las consecuencias que vendrían pero una de ellas fue la siguiente: “He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal; ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre” (Gn. 3:22).

Este árbol simboliza el hecho de que la vida del hombre no es algo inherente en su naturaleza física, sino que viene como don de Dios y eso lo demuestra la Biblia en Génesis: “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Gn. 2:7). No obstante, la vida de Dios implicaba también compañerismo con el Creador infinito; por tanto, la muerte espiritual significa la interrupción de ese compañerismo.

El fruto del árbol de la vida podía comerse en el paraíso, pero a causa de la rebelión de Adán y Eva, a ellos se les desterró del Edén y no se les permitió el acceso al árbol; por ende, el efecto de comer de este árbol en la condición de pecado y en la separación de la comunión con Dios hubiera representado una existencia eterna lejos de Dios y caídos de su gracia, sin oportunidad de redención (como es el caso de Satanás y los demonios, quienes fueron excluidos del cielo a causa de su desobediencia y están destinados a una eterna condenación).

Dios tampoco destruyó el árbol de la vida porque tiene un significado profundo; además, éste aparece en el libro de Apocalipsis, representando la eternidad del hombre redimido por Cristo y en la comunión con Dios; este simbolismo tiene una relación directa con la promesa de un Redentor, hecha en el Edén después de la caída de Adán y Eva: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gn. 3:15).

La simiente de Eva apunta a Cristo, quien sometió al pecado, a la muerte y a Satanás en la cruz, aplastándole la cabeza como señal de absoluta victoria para salvar a todo aquel que cree en él y le sirve de todo corazón, abandonando la práctica del pecado. Así pues, por la fe en la obra expiatoria del Redentor, el hombre tiene acceso a una comunión eterna con Dios a través de Cristo. La Biblia dice: “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al que venciere, le daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de Dios” (Ap. 2:7); “Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad” (Ap. 22:14). En la eternidad el creyente salvo podrá tomar del árbol de la vida porque vivirá en comunión íntima con Dios para siempre.

Adán y Eva comieron del árbol de la ciencia del bien y del mal; luego podrían comer del árbol de la vida; con el primer árbol llegaron al conocimiento y a la experiencia del pecado (la desobediencia a Dios) pero con el segundo árbol llegarían a la experiencia de la eternidad en una condición de pecado, separados del compañerismo con Dios para siempre.

El apóstol Pablo dijo a los creyentes salvos en Cristo: “Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Ef. 2:1).

La muerte advertida por Dios en el huerto del Edén también incluía para el pecador un distanciamiento de Dios a causa de su desobediencia; en otras palabras, el pecado trajo muerte física y muerte espiritual. La muerte espiritual se produjo inmediatamente después del pecado de Adán y Eva pero la muerte física vino después como una demostración del juicio de Dios sobre su creación, hecha a su imagen y semejanza.

“Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz”, escribe Pablo (Rom. 8:6); notemos que él no dice que el ocuparse de la carne ha de producir la muerte sino que es muerte, y agrega: “por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Rom. 8:7, 8).

La misma verdad se expresa de una manera distinta cuando Juan dice: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Jn. 3:14). Cuando entendemos la verdad divina de que la muerte espiritual es un estado de separación con Dios, nos damos cuenta de la imposibilidad de que el hombre pecador no arrepentido se salve por su propio esfuerzo, si no es a través de Cristo, quien murió en nuestro lugar y llevó nuestra culpa para darnos perdón y justificación por gracia y no por obras humanas. Entonces, para ser salvo, el hombre debe pasar de muerte a vida a través de Cristo y de su palabra. Jesús dijo: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Jn. 5:24). Así pues, los frutos del arrepentimiento mostrarán si la fe de una persona en Cristo es auténtica o si es falsa; si realmente ha recibido nueva vida o sigue muerto (separado de Dios) por causa de una vida inclinada al pecado y a la desobediencia a la voluntad de Dios.

Cristo presenta la parábola del Hijo Pródigo y en ella se usa la ilustración de la muerte como una descripción del distanciamiento entre el padre y el hijo que se ha alejado de su casa (Lc. 15:24); sin embargo, vemos que él reflexiona y vuelve en sí para retornar al hogar y es recibido con amor y alegría para quedarse otra vez al lado del padre; este simbolismo es hermoso y evidencia el amor del Padre celestial para que todo ser humano vuelva a una comunión personal con él a través de Cristo.

En resumen, desde su caída, Adán y Eva fueron echados de la presencia de Dios y fueron privados de su comunión (Gn. 3:22-24). Desde entonces, todos los pecadores (todos los seres humanos) se hallan muertos en delitos y pecados (Ef. 2:1). Ésta es la razón por la cual el pecador tiene necesidad de la regeneración del alma y de la resurrección del cuerpo. Así pues, Jesús insiste en la necesidad que tiene todo hombre de nacer otra vez (espiritualmente), aparte del nacimiento físico (Jn. 3:3-8); este paso de la muerte espiritual a la vida eterna se opera por la acción del Espíritu Santo y se recibe por la fe en Cristo y las Escrituras (Jn. 5:24; 6:63). Esta resurrección de nuestro ser interior es producida por el Espíritu de Dios (Col. 2:12, 13) y anticipa la resurrección del cuerpo en el tiempo que Dios ha establecido para ello. Entonces, el que decide perder su vida (morir al pecado y a sí mismo), resucita con Cristo (nace de nuevo) y está plenamente vivo con él porque tiene una nueva vida que refleja el carácter de Cristo (Rom. 6:4, 8, 13); por otra parte, el pecador no arrepentido vive lejos de Dios (así crea en Dios y profese una religión), está muerto espiritualmente y un día recibirá el justo juicio de Dios para ser condenado eternamente. 

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