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La muerte de Cristo está representada como un acto de obediencia a la ley que
los pecadores han quebrantado, cuyo hecho constituye una propiciación o
satisfacción de todas las justas demandas de Dios sobre el pecador. La palabra
griega hilasterion se usa para el «propiciatorio» (Heb. 9:5), el cual era la
tapa del arca en el lugar Santísimo, y que cubría la ley en el arca. En el Día
de la Expiación el propiciatorio era rociado con sangre desde el altar (Lv.
16:14) y esto cambiaba el lugar de juicio en un lugar de misericordia (Heb.
9:11-15). De manera similar, el trono de Dios se convierte en un trono de
gracia (Heb. 4:14-16) a través de la propiciación de la muerte de Cristo. Una
palabra griega similar es hilasmos y se refiere al acto de propiciación (1 Jn.
2:2; 4:10); el significado es que Cristo, muriendo en la cruz, satisfizo
completamente todas las demandas justas de Dios en cuanto al juicio para el
pecado de la Humanidad. En Rom. 3:25, 26 Dios declara, por tanto, que él
perdona en su justicia los pecados, sobre la base de que Cristo moriría y
satisfaría completamente la ley de la justicia. En todo esto, Dios no es
descrito como alguien que se deleita en la venganza sobre el pecador, sino más
bien, un Dios el cual, a causa de su amor, se deleita en misericordia para el
pecador. En la redención y propiciación, por lo tanto, el creyente en Cristo
está seguro de que el precio ha sido pagado en su totalidad, que él ha sido
puesto libre como pecador y que todas las demandas justas de Dios para el
juicio sobre él, debido a sus pecados, han sido satisfechas.
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La muerte de Cristo no solo satisfizo a un Dios Santo, sino que proveyó el
único medio para que el mundo fuese reconciliado con Dios. La palabra griega
katallasso, que significa «reconciliar», tiene en sí el pensamiento de traer a
Dios y al hombre juntos por medio de un cambio completo en el hombre. Aparece
frecuentemente en varias formas en el N.T. (Rom. 5:10, 11; 11:15; 1 Cor. 7:11;
2 Cor. 5:18-20; Ef. 2:16; Col. 1:20, 21). El concepto en cuanto a
reconciliación no significa que Dios cambie, sino que su relación hacia el
hombre cambia debido a la obra redentora de Cristo. El hombre es perdonado,
justificado y resucitado espiritualmente al nivel donde es reconciliado con
Dios. El pensamiento no es que Dios sea reconciliado con el pecador, esto es,
ajustado a un estado pecaminoso, sino más bien que el pecador es ajustado al
carácter santo de Dios con un cambio y una nueva vida a través de Cristo. La
reconciliación es para todo el mundo, puesto que Dios redimió al mundo y es la
propiciación para los pecados de todo el mundo (2 Cor. 5:19; 1 Jn. 2:1, 2).
Esta maravillosa provisión de Dios es completa y de largo alcance en la
redención, propiciación y reconciliación para todo aquel que cree, no importando
su condición de pecado.
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La muerte de Cristo quitó todos los impedimentos morales en la mente de Dios
porque él ha sido satisfecho y el hombre es reconciliado con Dios si cree en la
obra de Cristo. No hay más obstáculo para Dios en aceptar libremente y
justificar a cualquiera que cree en Jesucristo como su Salvador (Rom. 3:26). A
partir de la muerte de Cristo, el infinito amor y el poder de Dios se ven
libres de toda restricción para salvar, por haberse cumplido en ella todos los
juicios que la justicia divina podría demandar contra el pecador.
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En su muerte, Cristo llegó a ser el sustituto que sufrió la pena o castigo que
merecía el pecador (Lv. 16:21; Is. 53:6; Mt. 20:28; Jn. 10:11; Lc. 22:37; Rom.
5:6-8; 1 Ped. 3:18). Esta verdad es la garantía para todo aquel que se acerque
a Dios en busca de salvación. Además, éste es un hecho que cada individuo debe
creer concerniente a su propia relación con Dios en lo que respecta al problema
del pecado. Creer en forma general que Cristo murió por el mundo no es
suficiente; se demanda en las Escrituras una convicción personal de que el
pecado de uno mismo fue el que Cristo, nuestro sustituto, llevó completamente
en la cruz. Esta es la fe que lleva a una experiencia de perdón, descanso
interior, gozo inexplicable y gratitud profunda hacia él (Heb. 9:14; 10:2; Rom.
15:13). La salvación es una obra poderosa de Dios que se realiza en aquel que
cree en Cristo Jesús de verdad como Salvador.
FALACIAS
CONCERNIENTES A LA MUERTE DEL HIJO
La
muerte de Cristo es a menudo mal interpretada. Cada cristiano hará bien en
entender completamente la falacia de las enseñanzas erróneas que sobre este
tema se están propagando extensamente en el día de hoy:
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Se afirma que la doctrina de la sustitución es inmoral o injusta porque, según
se dice, Dios no podía, actuando en estricta justicia, colocar sobre una
víctima inocente los pecados del culpable. Esta enseñanza podría merecer más
seria consideración si se pudiera probar que Cristo fue una víctima
involuntaria; pero, por el contrario, la Biblia revela que él estaba en
completa afinidad con la voluntad de su Padre y era impulsado por el mismo
infinito amor (Jn. 13:1; Heb. 10:7). De la misma manera, en el misterio de la
Divinidad, era Dios quien «estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2
Cor. 5:19). Lejos de ser la muerte de Cristo una imposición, era Dios mismo, el
Juez justo, quien en un acto de amor y sacrificio de sí mismo, sufrió todo el
castigo que su propia santidad demandaba para el pecador.
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Se asegura que Cristo murió como un mártir y que el valor de su muerte consiste
en su ejemplo de valor y lealtad a sus convicciones. Basta contestar a esta
afirmación errónea que, siendo Cristo el Cordero ofrecido en sacrificio por
Dios, su vida no fue arrebatada por hombre alguno, sino que él la puso de sí
mismo para volverla a tomar (Jn. 10:18; Hch. 2:23).
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Se dice que Cristo murió para ejercer cierta influencia de carácter moral, es
decir, que los hombres que contemplan el hecho extraordinario del Calvario
serán movidos a dejar su vida pecaminosa porque en la cruz se revela con
singular intensidad lo que es el concepto divino acerca del pecado. Esta
teoría, que no tiene ningún fundamento en las Escrituras, da por establecido
que Dios está buscando actualmente la reformación de los hombres, cuando en
realidad la cruz es la base para su regeneración, no por el acto en sí de morir
sino por la sustitución de Cristo, llevando el castigo que todos nosotros
merecemos por nuestros pecados.
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